Hace más de 350 millones de años, en el periodo geológico
llamado Devónico, en un húmedo ambiente, iniciaron su vida terrestre unos
diminutos artrópodos: los colémbolos. A la vez, los más primitivos anfibios empezaban
a salir del agua. Y en el mismo periodo se diferenciaba un grupo de
plantas, Progimnospermas, de las que
luego evolucionarían, entre otras, las cycas, los ginkos y los pinos.

La semana pasada, finales de abril, con un tiempo húmedo
característico de la primavera, en la Sierra de Gredos, dos representantes de
una especie apenas recién llegada a este planeta, paseamos aprovechando los pocos
rayos de sol que se filtran entre las ramas de los pinos, Pinus sylvestris. Hace unos minutos que
hemos disfrutado viendo en un pilón las evoluciones de dos larvas de salamandra, nacidas el año pasado, muy
grandes pero con la cola aplanada y las branquias aún bien desarrolladas, aunque
su cuerpo ya está cubierto por las pequeñas manchas amarillas características
de la subespecie Salamandra
salamandra almanzoris. Un poco más adelante, en medio del camino, llaman nuestra atención unas manchas negras flotando en un charco. De lejos parecen de
aceite, pero al acercarnos vemos que se trata de agregaciones de oscuros
colémbolos, de la especie Podura
aquatica.
Es decir, que mi mujer y yo nos movimos entre los descendientes de tres estirpes que se remontan a 350 millones de años de antigüedad.

Hasta hace poco se creía que los colémbolos eran los más primitivos insectos, pero ahora se considera que, si bien son hexápodos, pues tienen tres pares de patas torácicas, están separados de la clase Insecta, formando la clase Entognatha, junto a proturos y dipluros, otros curiosos y primitivos grupos que me encantan y espero que alguna vez puedan protagonizar una entrada en el blog.

Se dice que los colémbolos pueden ser los artrópodos
terrestres más abundantes del planeta, no por número de especies, que no está
nada mal con más 6.000, sino por el número de individuos que puede superar los
60.000 por metro cuadrado. Habitan en todos los continentes y ecosistemas, la
única limitación que tienen es la necesidad de humedad ambiental, pues no tienen la cutícula igual de desarrollada que los insectos. Pero además de
vivir en el suelo, en la hojarasca, entre los musgos y cortezas, incluso sobre
el agua como el protagonista de hoy, también viven en capas profundas del
suelo, en el medio intersticial, y en cuevas. A veces se ven sobre la nieve y, de hecho, viven también en la Antártida.
Los colémbolos son tan sencillos que ni siquiera tienen
órganos sexuales para realizar la cópula, el macho deja un paquete de esperma
sobre el sustrato y la hembra lo recoge. Algunas especies, eso sí, tienen un
cortejo para animarlas. También es simple el aparato excretor, sus productos de excreción se quedan en la parte final del tubo digestivo y se eliminan
con la piel de la muda.
Se alimentan de todo tipo de sustancias orgánicas y pequeños organismos que encuentran en su entorno, como algas, bacterias, otros animales y especialmente hongos. Algunos son capaces de roer plantas superiores y pueden llegar a ser plagas en los cultivos.

En un animal de anatomía tan simple como la del colémbolo,
conseguir los saltos que pueden dar es todo un prodigio. En la parte final del
abdomen tienen unas extremidades que forman la furca, esa es la pértiga a la que me refiero en el título de la entrada. En posición de reposo,
y cuando van andando, que es su manera normal de desplazarse, ésta se encuentra plegada contra el vientre y trabada en su
extremo por una expansión ventral a modo de gatillo. Cuando quiere saltar, el
colémbolo presiona los fluidos de su cuerpo, como un pistón hidráulico, hacia
la parte trasera, forzando a abrirse a la furca, que al ser soltada por el
gatillo golpea el suelo y lanza al colémbolo por los aires.
Podura aquatica
puede vivir en el suelo, pero es más fácil verlos sobre el agua, donde forma agrupaciones de cientos de individuos, flotando gracias a su escaso peso y a la tensión superficial. Además su furca
es aplanada, lo que le permite saltar sobre la lámina de agua sin romperla.

Los primeros recuerdos que podríamos llamar naturalistas de
mi infancia son de observación de los colémbolos. Para un niño criado en la
ciudad, y en aquellos tiempos, no era cosa sencilla el tener acceso al campo.
Recuerdo perfectamente, que me quedaba extasiado viendo las evoluciones de unos
minúsculos animalillos blancos que andaban sobre la tierra de las macetas de
las plantas de interior de mi madre. Bizqueaba fijándome en esos bichitos que
de vez en cuando, sobre todo si les molestaba con un palito, daban unos saltos
impresionantes. A los nueve años descubrimos que si podía ver esos pequeños
bichos era porque tenía bastante miopía, lo cual me permitía acercarme más de
lo habitual. Tumbado en la hierba y mirando el suelo es casi imposible no ver
colémbolos… si se tiene buena vista cercana, claro.